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Luís Soares es un mozambiqueño de treinta y ocho años, pelirrojo como Van Gogh, lúcido como Séneca, prolífico como Picasso e ingenioso como Leonardo que, trasplantado a Cascais, sueña con su tierra natal del sudeste africano y con las ciudades babilónicas del arte, a las que viaja de vez en cuando. Pero, de momento, no es su biografía lo que nos interesa, sino lo que hace, lo que está aquí, a la vista. Cuando le conocemos, su versatilidad artística deja de sorprendernos. En cuanto a las artes plásticas no hay nada que no sepa hacer, aunque esta opinión nos hace pensar en un trabajo artesanal, para el que tiene habilidad pero trascendiendo, como buen artista que es. De las tres funciones estructurales del arte, hacer - expresar - simbolizar, Soares lleva a cabo la primera admirablemente. Al fin y al cabo, vive en una época en la que el "gestualismo", el concretismo y el "happening" han hecho comprender que la verdad que ilumina el arte es el hecho de hacerlo. Por eso se entrega a sus dibujos, pinturas, esculturas y cerámicas, como si todos fueran la misma cosa -como realmente lo son-, pero con el conocimiento de lo unívoco y singular de cada lenguaje. Al igual que traza líneas, tan enérgicas que se convierten en incisiones o relieves, y tan suaves como una teoría musical y rítmica, haciendo que el brazo, la mano, se deslicen con rapidez, con gestos hábiles, sin hacer de su arte un "action painting". Luís Soares sumerge sus pinceles en lo que los escolásticos llamaban "abundantia cordis" y en una sensibilidad muy viva. Las superficies marcadas por las líneas simbolizan, por su gran tendencia a las formas redondeadas, un universo predominantemente femenino: en la cerámica, por sus volúmenes de geratriz esférica o cilíndrica; en las estructuras planas, por sus figuras esquematizadas: circunferencias y círculos secantes y excéntricos, rostros con grandes ojos.
La obra de Luís Soares muestra a menudo un cierto primitivismo que, personalmente, estoy lejos de reconocer; lo que muestra no es una espontaneidad salvaje, sino una expresión fluida de su actitud vital extrovertida, que no ha impedido la sedimentación de reflejos culturales de distinta naturaleza.
Frente al "simulacro" de la realidad o de la abstracción, Soares, sin investigaciones abstrusas, sin pretensiones ni retórica, sin angustia ni sufrimiento, se incorpora al discurso impetuoso del arte actual, transformando en signos lo que podríamos llamar "pensamientos plásticos", componiendo así sus obras con ese lirismo automático que le caracteriza.
Hay, en todas las manifestaciones de Soares, un culto a Venus, una dimensión humana y oceánica habitada por criaturas femeninas, un mundo de figuras enamoradas, un amanecer de maternidades y ninfas; un recinto sin atmósfera, un espacio submarino. No es casualidad que su símbolo emblemático más frecuente sea el pez de púas, de una especie arcaica que sólo existe en el acuario nostálgico de Soares. La rápida ejecución de sus obras le lleva a utilizar todo tipo de materiales. Elige, preferentemente, técnicas cuya ejecución es rápida -óleos, acuarelas, témperas- con soportes que prescinden de cualquier preparación: papeles hechos a mano, por ejemplo, aunque no desdeña cualquier otra experiencia. Este comportamiento se da también en la escultura, donde la presencia más abundante de materia dificulta aún más la espiritualización del lenguaje. Aquí se comporta de forma más primitiva y paradójica. Modela con abrasivos o instrumentos afilados -y su característica rapidez- un bloque de espuma rígida de poliuretano que luego se moldea en bronce. El resultado es una extraña mezcla de lo tosco y lo refinado en una figura antropomórfica y totémica.
En cerámica, donde también realiza platos o recipientes, además de pintar paneles sobre azulejos, su trabajo no ha sido sólo formal o superficial; ha investigado componentes, fórmulas y técnicas hasta conseguir unos productos característicos cuyo único defecto podría ser el riesgo de su propio manierismo.
Lo que expresa con tal o cual lenguaje, con una u otra técnica, es el diálogo con las fuerzas elementales, lo que no significa que sea primario y mucho menos ingenuo. Creo que este es el sentido de lo que hace. El espectador sabrá por qué lo hace al contemplar su obra, ya que la obra de arte, como exige Milton C. Nham, es un acontecimiento que une al artista y al observador en un único acto creativo.
EDUARDO MARCO SAMPER
(Asociación Internacional de Críticos de Arte)
